Participar en el Via crucis que se realizó desde el Seminario de Madrid hasta la catedral fue una experiencia conmovedora y trascendental, en la que no solo acompañamos a Jesús en el calvario a la Cruz si no que reflexionamos sobre nuestros propios caminos, cuestionando si en nuestro sino decimos acompañar a Jesús o, por el contrario, dirigirle.
Desde el primer momento en que comenzamos el recorrido, sentí una mezcla de recogimiento, esperanza y comunión con todos los que caminaban a mi lado. Como comentó el Arzobispo tras finalizar el Via crucis, este momento fue algo mágico ya que caminábamos todos juntos bajo la misma cruz. Todas ellas se habían convertido en una única cruz. No éramos personas que caminaban rápido hacia el trabajo o cualquier otro quehacer, no; éramos una comunidad unida por la fe, compartiendo el peso simbólico de la Cruz y de cada una de nuestras cruces, y recordando el sacrificio de Cristo, con Él encabezando e iluminando nuestro camino.
Cada estación fue un momento de reflexión intensa sobre el dolor, la esperanza y el amor que se manifiesta en el sacrificio de Jesús. Cada una de ellas me invitaba a reflexionar sobre mi vida, sobre los momentos de caída y también sobre los de redención. A su vez, las oraciones, los cantos y los silencios que compartimos durante el trayecto me ayudaron a conectar con Dios de una forma especial, y la realidad es que en medio de la ciudad, entre calles conocidas, el camino se transformó en un espacio sagrado y personal para todos nosotros.
La llegada a la Catedral fue indescriptible, se generó un clima de solemnidad de forma automática cuando nos íbamos acercando a ella. Tan solo se escuchaba un silencio denso, de todos los fieles allí reunidos, alternado con la banda. En ese momento me invadió una sensación de paz, a la par que de pequeñez ante la grandeza de aquello que estábamos viviendo. Tras entrar en la Almudena, todas nuestras miradas se dirigieron hacia el altar, con la cruz ya delante, y sentí como si todo el recorrido hubiera sido una preparación para ese encuentro. Me vinieron a la mente muchas cosas, pero me quedé un momento en silencio, simplemente dejando que Dios hablara en mi interior.
Esa entrada no fue un final, sino el comienzo de algo nuevo. Ya que mi corazón se fue lleno, con más claridad y una fe renovada.
Agradezco haber podido vivir este momento junto a tantas personas que, aunque distintas, caminábamos unidas. Me llevo el silencio compartido, las miradas cómplices, las oraciones dichas en voz baja… y, sobre todo, la certeza de que Dios camina con nosotros, incluso en los tramos más difíciles. Espero poder repetir este Via crucis, y que cada vez que lo haga, mi corazón esté más dispuesto a seguir a Cristo con confianza, entrega y amor.
Jimena Román Sánchez